miércoles, 14 de noviembre de 2007

"Aurelia", Gérard de Nerval

Aquí y allá se alzaban bosquetes de chopos, acacias y pinos, en cuyo seno se vislumbraban estatuas renegridas por el tiempo. Vi ante mí un conjunto de rocas cubiertas por la hiedra, y de ellas manaba una fuente de agua viva, que chapoteaba armoniosa sobre un estanque de agua remansada medio escondida bajo las anchas hojas de nenúfar.
La dama a la que seguía, estirando su esbelto talle con un movimiento que hizo centellear los pliegues de su vestido de tafetán tornasolado, rodeó graciosamente con su brazo desnudo un largo tallo de malvarrosa y empezó a crecer bajo un claro rato de luz, de modo que el jardín fue tomando poco a poco su forma, y los parterres y los árboles se tornaban en las flores y los festones de su vestido, mientras que su rostro y sus brazos imprimían sus perfiles a las nubes purpúreas del cielo. Así, a medida que se iba transfigurando, yo le perdí de vista, porque parecía disolverse en su propia grandeza.
—¡Oh, no huyas!—exclamé—... ¡Porque la naturaleza muere contigo!
Y diciendo estas palabras, me iba abriendo paso penosamente entre las zarzas, intentando atrapar la sombra dilatada que se me escapaba. Tropecé empero con un jirón de muro derruido bajo el que yacía un busto de mujer. Al levantarlo tuve la certeza de que era el suyo... Reconocí los rasgos adorados y, al girar los ojos a mi alrededor, vi que el jardín había tomado el aspecto de un cementerio. Y unas voces repetían:
—¡El universo está sumido en las tinieblas!

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