Lo mismo ocurre en la historia del Drame Bien Parisien de Alphonse Allais. Dos jóvenes, dos jóvenes amantes, reciben respectivamente una carta anónima, denunciando a cada uno de ellos la infidelidad del otro: si la mujer quiere comprobarlo, no tiene más que ir a tal baile de máscaras- encontrará a su amante, disfrazado de Arlequín. El otro recibe el mismo consejo secreto: ve a tal baile, tu mujer estará allí, disfrazada de Piragua congolesa. La noche en cuestión, en pleno baile de disfraces, dos personajes se aburren en un rincón: un Arlequín y una Piragua congolesa. Finalmente él va hacia ella y la invita. La historia acaba en un reservado, en el que cada cual se lanza a los brazos del otro para arrancarse la máscara. Y -colmo del estupor- dice la historia: ¡NO ERAN NI EL UNO NI LA OTRA !
Todo el encanto ilógico de la historia reside ahí: en el gesto con que ambos se precipitan a sacarse las máscaras y descubren que no hay nada detrás de ellas. Como si ambas máscaras (Arlequín y Piragua congolesa) actuaran por su cuenta, lanzándose el uno hacia el otro, en función de una mera inercia del lenguaje, de relato, cuando no tienen ninguna razón para hacerlo. (Pero ¿por qué milagro, entonces, están ellos allí, por qué conjunción, y dónde se encuentran los otros dos, los auténticos, durante este tiempo? Lo real está out, sólo las apariencias funcionan, y se combinan de acuerdo con su propia lógica, allí donde la lógica hubiera tenido que alejarles para siempre: así es el juego de la apariencia pura).
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