Aquí y allá se alzaban bosquetes de chopos, acacias y pinos, en cuyo seno se vislumbraban estatuas renegridas por el tiempo. Vi ante mí un conjunto de rocas cubiertas por la hiedra, y de ellas manaba una fuente de agua viva, que chapoteaba armoniosa sobre un estanque de agua remansada medio escondida bajo las anchas hojas de nenúfar.—¡Oh, no huyas!—exclamé—... ¡Porque la naturaleza muere contigo!
Y diciendo estas palabras, me iba abriendo paso penosamente entre las zarzas, intentando atrapar la sombra dilatada que se me escapaba. Tropecé empero con un jirón de muro derruido bajo el que yacía un busto de mujer. Al levantarlo tuve la certeza de que era el suyo... Reconocí los rasgos adorados y, al girar los ojos a mi alrededor, vi que el jardín había tomado el aspecto de un cementerio. Y unas voces repetían:
—¡El universo está sumido en las tinieblas!
