lunes, 29 de octubre de 2007

Cervantes, "Don Quijote"

De allí a poco, descubrió don Quijote un hombre a caballo, que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro, y aún él apenas le hubo visto, cuando se volvió a Sancho y le dijo: -Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas, especialmente aquel que dice: "Donde una puerta se cierra, otra se abre".
-"Dígolo porque si anoche nos cerró la ventura la puerta de la que buscábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par otra, para otra mejor y más cierta aventura; que si yo no acertare a entrar por ella, mía será la culpa, sin que la pueda dar a la poca noticia de batanes ni a la escuridad de la noche. Digo esto porque, si no me engaño, hacia nosotros viene uno que trae en su cabeza puesto el yelmo de Mambrino, sobre que yo hice el juramento que sabes.
-Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace -dijo Sancho-, que no querría que fuesen otros batanes que nos acabasen de abatanar y aporrear el sentido.
-¡Válate el diablo por hombre! -replicó don Quijote-. ¿Qué va de yelmo a batanes? -No sé nada -respondió Sancho-; mas, a fe que si yo pudiera hablar tanto como solía, que quizá diera tales razones que vuestra merced viera que se engañaba en lo que dice.
-¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso? -dijo don Quijote-. Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro? -Lo que yo veo y columbro -respondió Sancho- no es sino un hombre sobre un asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.
-Pues ése es el yelmo de Mambrino -dijo don Quijote-. Apártate a una parte y déjame con él a solas: verás cuán sin hablar palabra, por ahorrar del tiempo, concluyo esta aventura y queda por mío el yelmo que tanto he deseado.
-Yo me tengo en cuidado el apartarme -replicó Sancho-, mas quiera Dios, torno a decir, que orégano sea, y no batanes.
-Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis, ni por pienso, más eso de los batanes -dijo don Quijote-; que voto..., y no digo más, que os batanee el alma.
Calló Sancho, con temor que su amo no cumpliese el voto que le había echado, redondo como una bola.

jueves, 11 de octubre de 2007

José Asunción Silva, "De sobremesa"

De repente sacudió la cabeza hacia atrás, y agitando los sedosos bucles de la cabellera castaña, la volvió en la dirección de mi asiento y los clavó en mí mirándome fijamente, con expresión severa. Eran unos grandes ojos azules, penetrantes, demasiado penetrantes, cuyas miradas se posaron en mí como las de un médico en el cuerpo de un leproso, corroído por las úlceras, y buscaron las mías como para penetrar, con despreciativa y helada insistencia hasta el fondo de mi ser, para leer en lo más íntimo de mi alma. Por primera vez en mi vida bajé los ojos ante una mirada de mujer. Me parecía que, en los segundos que sostuve la suya había leído en mí, como en un libro abierto la orgía de la víspera, la borrachera de opio, y penetrando más lejos, la puñalada a la Orloff, las crápulas de París, todas las debilidades, todas las miserias, todas las vergüenzas de mi vida. Incliné la cabeza avergonzado como un chiquillo de escuela sorprendido en falta, buscando una estrofa del libro. Sentía que sus miradas se habían posado en él, que ya sabía que era un libro de poesías, de aquellas poesías de Sully Prudhomme dulces y penetrantes como femeniles quejidos... Con la mirada que le dirigí habría querido pedirle perdón por haberla contemplado con mis ojos que han visto la maldad humana y se han delectado en su espectáculo, porque la luz de pureza, de santidad que irradió en los suyos a la primera mirada que cruzamos, me había sugerido no sé qué extraña impresión de místico respeto irresistible... Al mirarla de nuevo me encontré con sus pupilas fijas en mí, y habría bajado las mías si no hubiera visto en el azul de las suyas, en la curva de los labios finos, en toda la dulce fisonomía una expresión, de lástima infinita, de suprema ternura, compasiva, más suave que ninguna caricia de hermana. Aquella mirada derramó en mi espíritu la paz que baja sobre un corazón de cristiano después de confesar sus faltas y de recibir la absolución; una paz profunda y humilde, llena de agradecimiento por la piedad divina que leía en sus ojos. (Ginebra, 11 de agosto)

jueves, 4 de octubre de 2007

Edith Stein, "Ciencia de la cruz"

Es propio del artista representar en imágenes lo que interiormente le impresiona y pugna por manifestarse al exterior. Cuando hablamos de imágenes no pretendemos limitarnos al arte gráfico y representativo: se incluyen en esta expresión cualquier creación artística, sin excluir la poética ni la musical. Es, al mismo tiempo, imagen que representa algo, y creación: algo creado y encerrado dentro de sí mismo formando su pequeño mundo. Toda obra genuina de arte es además símbolo, háyalo pretendido o no el artista, tanto si éste es naturalista como si es simbolista. Símbolo: es decir, que de la plenitud infinita del sentido con la que tropieza necesariamente todo humano conocimiento, capta algo y lo hace manifiesto y lo expresa; y, por cierto, de tal manera que esa misma plenitud de sentido, inagotable para el conocimiento humano, encontrará en el símbolo una misteriosa resonancia. Así entendido todo arte auténtico es una revelación u la creación artística un oficio santo. A pesar de todo, sigue siendo verdad que en toda creación artística se oculta un peligro y esto no solamente cuando el artista no tiene idea de la santidad de su misión. Es el peligro de que se contente con la representación externa de la imagen, como si no existieran para él otras exigencias.