Nunca me ha gustado el estilo de Héctor Abad Faciolince. Desde que leí Fragmentos de un amor furtivo prometí que nunca lo volvería a leer. Pasó por mis manos Basura, y ni lo mire, y estoy seguro de que me pasó exactamente lo mismo con muchas otras de sus novelas. Esta semana, por motivos ajenos a mi voluntad, llegó precisamente a mis manos su último libro, que debía reseñar para una revista.
Fue un reencuentro grato, sin prejuicios estilísticos o de contenido. Y luego de unas treinta páginas tuve la misma sensación que se tiene al encontrarse con viejos compañeros del colegio, y caer en cuenta de que aún tienen ese algo que no permite una buena comunicación. Sin embargo, tuve esta sensación hasta la página 200; pensaría que, de hecho, entre el capítulo que comienza en dicha página, cuyo numero olvido en este momento, y el anterior, debió haber pasado algún tiempo, quizás dejar respirar el manuscrito, porque los efectos se notan de inmediato: nos embarcamos hacia el relato de cómo y de qué manera fue asesinado su padre. No hay un esfuerzo por una sensibilidad literaria, no hay un regreso a la relación padre-hijo que venía estableciendo: es el recuento de un vulgar y atroz asesinato a una figura pública de admiración. Me quedo con ese Faciolince.
Ahora bien, el ejemplar con el que cuento forma parte de la séptima impresión de Planeta. Desconozco cifras, pero creo qeu ha sido uno de los libros más vendidos en el último año en Colombia. La razón es apenas evidente: es un exorcismo personal que a su vez ayuda a miles de hijos que han perdido a su padre. Es una historia real; es una historia basada en hechos reales. Me pregunto, entonces, si hubiera tenido el mismo éxito si, en vez de haber sido una corta memoria, una apología al padre, una catarsis literaria, un-de nuevo- exorcismo de demonios del pasado, hubiera sido una novela; que Héctor Abad Gómez se hubiera llamado de otra manera; que el hijo que narra tuviera otro nombre; que tuviera elementos suficientes para cruzar la fina línea que divide la ficción de la realidad.
El lector se enfrenta a dos historias reales: la primera es la apología al buen padre; la segunda es una síntesis de la historia colombiana bajo la presencia paramilitar. Se podrían publicar esas 70 páginas por separado, y tendríamos todo el efecto apabullante. El valor literario, claro está, reside en ir más allá de la figura familiar, y hacer del padre un símbolo de la violencia política. Sin embargo, el lector se siente más apegado porque ese defensor de los derechos humanos sí existió; en las doscientas anteriores muchos lectores aprenden a quererlo, pero es en las otras 70 que participa, no a través de un hijo querido sino a través de una identidad colombiana, a una de las muchas muertes políticas del país.
El asesinado en las últimas 70 páginas no es padre de nadie: es un espejo nacional.
Fue un reencuentro grato, sin prejuicios estilísticos o de contenido. Y luego de unas treinta páginas tuve la misma sensación que se tiene al encontrarse con viejos compañeros del colegio, y caer en cuenta de que aún tienen ese algo que no permite una buena comunicación. Sin embargo, tuve esta sensación hasta la página 200; pensaría que, de hecho, entre el capítulo que comienza en dicha página, cuyo numero olvido en este momento, y el anterior, debió haber pasado algún tiempo, quizás dejar respirar el manuscrito, porque los efectos se notan de inmediato: nos embarcamos hacia el relato de cómo y de qué manera fue asesinado su padre. No hay un esfuerzo por una sensibilidad literaria, no hay un regreso a la relación padre-hijo que venía estableciendo: es el recuento de un vulgar y atroz asesinato a una figura pública de admiración. Me quedo con ese Faciolince.
Ahora bien, el ejemplar con el que cuento forma parte de la séptima impresión de Planeta. Desconozco cifras, pero creo qeu ha sido uno de los libros más vendidos en el último año en Colombia. La razón es apenas evidente: es un exorcismo personal que a su vez ayuda a miles de hijos que han perdido a su padre. Es una historia real; es una historia basada en hechos reales. Me pregunto, entonces, si hubiera tenido el mismo éxito si, en vez de haber sido una corta memoria, una apología al padre, una catarsis literaria, un-de nuevo- exorcismo de demonios del pasado, hubiera sido una novela; que Héctor Abad Gómez se hubiera llamado de otra manera; que el hijo que narra tuviera otro nombre; que tuviera elementos suficientes para cruzar la fina línea que divide la ficción de la realidad.
El lector se enfrenta a dos historias reales: la primera es la apología al buen padre; la segunda es una síntesis de la historia colombiana bajo la presencia paramilitar. Se podrían publicar esas 70 páginas por separado, y tendríamos todo el efecto apabullante. El valor literario, claro está, reside en ir más allá de la figura familiar, y hacer del padre un símbolo de la violencia política. Sin embargo, el lector se siente más apegado porque ese defensor de los derechos humanos sí existió; en las doscientas anteriores muchos lectores aprenden a quererlo, pero es en las otras 70 que participa, no a través de un hijo querido sino a través de una identidad colombiana, a una de las muchas muertes políticas del país.
El asesinado en las últimas 70 páginas no es padre de nadie: es un espejo nacional.